Sus maestros, seres despreciables como ellos solos, le acusan de ser tímido, de ser raro. Les enerva que los observe y los dibuje, que les haga un corazón pintado de negro. Dicen de él "el típico niño mediocre, que nunca se casará, que acabará trabajando en el pequeño negocio familiar y viviendo de sus protectores padres hasta recibir una pequeña herencia, que morirá solo pues no tiene amigos y no pretende tenerlos". Sus compañeros detestan su "olor a pintura reseca" y no pueden evitar sentir un gran odio al observarle; tan ensimismado entre las plantas del patio, tan ajeno al común bullicio de los partidos de fútbol, tan distante y a la vez tan extrañamente sereno.
La maestra ha citado a su madre, le ha comentado atentamente que Aráe lleva semanas sin escuchar sus clases, que se dedica a dibujar distintas especies de árboles; álamos, pinos y acacias principalmente. Todos con la particularidad de estar al revés, con las raíces aguantándose en las nubes y las ramas rozando el suelo con sus largas hojas, verdes y amarillas. Lo peor es - la maestra continuaba con semblante preocupado su relato- que alrededor suele pintar arcoíris de mil colores, por los que resbalan felices elefantes y jirafas con alas. Para ella era un sinsentido que solo reflejaba el retraso mental que intuía Aráe poseía. Para él, era su mundo perfecto.
Tenía por costumbre no mirar la televisión; lo decidió desde que un día, mientras comía, observó los horrores de las guerras del norte de África que recientemente habían acaecido. Sus padres lo tuvieron realmente difícil para convencerle de ir al cine después de explicarle que es como un televisor gigante. "Cuanto más grande, más sufrimiento"dedujo él, así que prefirió durante años no asistir y quedarse en casa. El tiempo que estaba solo era lo mejor del día. Aráe podía por fin utilizar la caja de herramientas de papá y destornillar las diferentes partes de sus juguetes. Lo cierto es que le encantaba hacerse con los pequeños motores de los coches policía que pedía a sus padres cada cumpleaños. Entonces abría su cajón secreto y sacaba las diferentes paletas de helado que había ido coleccionando durante meses y uniendo los cables con una pila en sus respectivos polos, creaba pequeños ventiladores que servían de sistema de refrigeración para su ciudad en miniatura. Su ciudad, como no podía ser de otra manera, carecía de ejército y de moneda. La forma de intercambios se daba mediante la cadena de favores. El grupo de sabios, en los que contaban todos sus muñecos de elfos, había recomendado al pueblo un sistema de petición y otorgamiento de tres favores al mes por parte de cualquier miembro de la "demos" hacia cualquier otro miembro. Aráe estaba convencido de que su sistema era mejor que el existente en la vida real. Las personas se acostumbrarían a otorgar cualquier tipo de favor una vez al mes un número limitado, para que los favores sean bien pensados.
Aráe, como sus amigos, acabó creciendo. Sus amigos soportaron el choque con la realidad muy bien, entendieron que sus sueños eran infantiles; o al contrario, que podrían por fin disparar balas de verdad. Aráe no lo soportó. Su cabellera rubia se convirtió pronto en blanca y su lucha le acabó consumiendo... "¿Tal vez solo queda adaptarse, tal vez solo queda ser uno de ellos?" escribía en sus últimos días.